Cuando a Santiago, uno de los amigos de Jesús, le dijeron que tenía que ir hasta España para hablar a sus habitantes de quién era ese hombre que pasó por el mundo haciendo el bien, tuvo bastante miedo: España estaba muy lejos, hablaban un idioma distinto, el clima, y tantas otras cosas que normalmente preocupan cuando se hace un largo viaje...
Pero aún así de preocupado el ‘valiente’ Santiago se puso en camino, y llegó hasta España. Comenzó a predicar el Evangelio, y a bautizar a aquellos que querían ser cristianos. Pero Santiago no estaba contento: tantos meses de esfuerzos, tantas noches desvelado, tantos kilómetros andados por los caminos, y eran tan pocos los que le pedían hacerse cristianos... Esto le desanimaba tanto que tenía ganas de llorar. Hasta pensó en volver a Jerusalén para decir a los demás Apóstoles que había fracasado.
El día que pensó en regresar se encontraba junto a un río, llamado Ebro, cuando sintió la presencia de María, la madre de Jesús, que le ponía las manos en los hombros y le decía: “No te preocupes, Santiago,. Mi hijo irá solucionando tus problemas. El estará siempre con vosotros”.
Su toque borró todas las penas y las preocupaciones de Santiago, que no volvió a tener miedo nunca más. Siguió predicando por aquel gran país hasta que se hizo muy viejo. Aumentando considerablemente la familia de los cristianos.
Aquellos primeros cristianos españoles decidieron recordar este hecho y, en el mismo lugar donde ocurrió, construyeron un gran templo: el Pilar de Zaragoza.
0 comentarios:
Publicar un comentario